Arteparnasomanía
17 de agosto de 2025
Lo sublime de la expresión de la luz en el Arte no son sus reflejos ni sus efectos, sino su extrañeza sutil.
4 de agosto de 2025
El Arte como revelación de lo infinito en lo finito, de lo indeterminado en lo determinado, de lo ideal en lo real.
Si asumimos que las culturas tienen alma, por ejemplo en la cultura griega, la árabe, la egipcia, etc..., y trasponemos el concepto de cultura en la historia, con sus periodos y características, al concepto de estilo en el Arte, podremos deducir que los estilos artísticos disponen también de alma. Y así como existen ciclos históricos y relaciones entre las diversas culturas, así existen del mismo modo periodos y relaciones o contactos o influencias entre los diversos estilos artísticos. Cada estilo en el Arte dispone de elementos propios que le ofrecen su personalidad y proyección, rasgos definidos, unos más porosos o más impermeables, otros más abiertos y algunos más cerrados a otras influencias estilísticas. Por esto los rasgos físicos, formales, del color, de la perspectiva, del tamaño, de la forma precisa, no bastarán para asimilar completamente un estilo, será preciso entonces un concepto más amplio: el alma. Y entonces aquellas condiciones de relación, de apertura o de rigidez estéticas, de transparencia u ocultación, establecerán mejor el sentido del alma del Arte. Serán estas las condiciones típicas que se dan en cada estilo (como se dan en cada cultura) y nos darán entonces a conocer esa alma, a veces mucho mejor que las manifestaciones directas del peculiar idioma de formas que, con frecuencia, sirven más para evitar que para transmitir la verdadera esencia del Arte. Para comprender y entender así el Arte nos pueden servir ahora tanto la filosofía como el barroco inspirado de un pintor español poco conocido. Desconocido por la extraordinaria fama, a cambio, que sus coetáneos compatriotas más relevantes alcanzaron y mantuvieron en la historia; pero no por su no grandeza artística, que fue magnífica en su estilo, aunque, tal vez, no original... Pero, sin embargo, sí lo fue, fue original, y lo fue por sus elecciones creativas tan originales. Pedro de Orrente (1580-1645) había nacido en Murcia, hijo de un comerciante francés y de una murciana. Pero, muy joven, sería educado artísticamente además en Toledo, donde conoció al hijo de El Greco. Es de suponer la influencia de éste en dirigirle entonces hacia Italia, para descubrir allí las esencias pictóricas de los grandes maestros venecianos. En el año 1603 se encuentra en Venecia con la familia del conocido pintor Jacopo Bassano, una influencia artística en Orrente muy decisiva luego en España. Pero no bastó solo ese estilo veneciano para hacer del pintor español un extraordinario creador barroco. Pasaría luego por Roma y descubriría a Caravaggio... Entonces es ahí, con todo esto, con esa mezcla de colores, composición y especial luminosidad-oscuridad, donde radicará, para mi pequeña reseña elogiosa del pintor Orrente, la grandiosa originalidad que él sí llegó a componer en algunas de sus barrocas obras de Arte.
Cuando los filósofos románticos herederos de Kant se plantearon entender intelectualmente el misterio del Arte, completarían intuitivamente el sentido racional de aquel concepto kantiano que trató de describir antes lo sublime, la belleza más sublime... Fue a mediados del siglo XVIII cuando los pensadores abordaron el sentido conceptual del Arte, de lo que se dio por llamar luego Estética. El Arte componía ya en Europa, desde sus inicios medievales, lo sagrado con la naturalidad propia de lo que se permitía crear representando entonces la divinidad. Lo sagrado era algo connatural por entonces con la vida. Pero al llegar la mayoría de edad del hombre, la Ilustración, lo sagrado alcanzaría a ser sinónimo de misterioso, de oscuridad, de indeterminación, de cosa inaccesible al entendimiento. Los cuadros se acercaron entonces más a la vida, a la naturaleza real, cercana y primorosa. Pero perdieron sublimidad. Se buscó entonces la sublimidad en otras cosas (no sagradas) y el Arte alcanzaría la genialidad sublime con efectos metafóricos diversos desde el feroz paisaje natural. Pero, sin embargo, lo indeterminado, lo oculto, lo sublime, había sido representado ya desde siempre en las obras sagradas. Y además la sublimidad lo era tanto más cuanto más estaba rodeada de no sublimidad. Las obras de Arte religioso del barroco español, por ejemplo, habían alcanzado la sublimidad antes incluso de haber definido el término los filósofos alemanes tiempo después. En el Arte, en la Estética del siglo XVIII, se empezó a observar la paradoja del Arte, su contradicción estética. Porque, por un lado, la conciencia ilustrada advertía así el uso de la razón oponiéndose ahora con lo oculto, con todo lo impenetrable racionalmente. Pero, por otro, el Arte solo puede producirse si se halla en relación con un sustrato oculto, misterioso, oscuro e impenetrable. Fue el filósofo alemán Schelling quién describió al artista como el elemento preciso que uniría así los elementos enfrentados en la conciencia estética sobrevenida por entonces. A saber, por ejemplo, la Necesidad frente a la Libertad, el Espíritu frente a la Naturaleza, el Sujeto frente al Objeto... Reuniría de ese modo los contrarios creando así el concepto de Identidad. La contradicción se resolvería entonces con el Arte, revelándose así la identidad de los elementos contrarios (por ejemplo lo natural y lo místico) con la asunción de lo absoluto, alcanzado ya gracias a una intuición intelectual que llevaría a la indiferenciación de los contrarios. Lo que, especialmente, consigue el Arte.
Pedro de Orrente fue un creador bíblico, sus temáticas artísticas estaban todas basadas en el libro sagrado, tanto el antiguo como el nuevo testamento. En esta ocasión expongo aquí tres obras suyas referidas a la crucifixión de Jesús. Tres obras extraordinarias sobre este tema, tan representado por otra parte en la historia del Arte. Aquí es donde podemos observar esa originalidad que parecía el pintor no disponer en la historia, en la injusta historia artística. La primera (más arriba) obra de Orrente (La Crucifixión, Metropolitan de Nueva York) es un maravilloso compendio expresivo del alma del Arte. A diferencia del dramatismo trágico del barroco hispano más tenebroso de sus compatriotas más enfervorecidos, Orrente compone aquí un gentil, natural y grandioso escenario de formas y colores sugerentes. Jesús no está aún fallecido ni dañado por el cruel martirio, su rostro expande todavía brillo, dulzura y clamor. Su perspectiva, tan forzada (observemos el tamaño del brazo izquierdo comparado con el derecho de Jesús), es una muestra elogiosa de ritmo, pauta y composición artística genial. Los colores, aunque sombríos por el aura general de la escena, consiguen despegar del lienzo hacia los ojos ávidos del que observe maravillado la obra de Arte. Las figuras prescinden de tensión, arrogándose así una serenidad disconforme ahora con la temática tan desgarradora de la dura representación simbólica. La siguiente obra de la entrada es del museo de Antequera, donde existe una crucifixión de Orrente no tan original como reveladora. Aquí hay más oscuridad y dramatismo, sin embargo al menos dos elementos estéticos disponen en la obra barroca de una originalidad destacada. En la reseña digital del museo se indica que es la Virgen María quien está arrodillada ante la cruz de Jesús. Sin embargo, pienso que no es ella la arrodillada, que la madre de Jesús está ahora situada con túnica azulada y de pie al lado izquierdo de la cruz (según la imagen), un perfil estético que más se podría identificar con la madre de Cristo. La mujer arrodillada debe ser Magdalena (su cabello rojizo y al aire es un rasgo muy peculiar de su estética). Por otro lado, los dos judíos amigos de Jesús (Nicodemo y José de Arimatea) están situados en la parte inferior derecha del cuadro, observando ahora al crucificado. Uno de ellos indicará al otro algo en dirección a Jesús, que obligará a éste a colocarse incluso unos lentes para poder llegar a verlo...
Por último, la tercera obra de Orrente de la entrada es la del Museo de Arte de Atlanta. Con el mismo título que las anteriores, es una de las composiciones barrocas más originales sobre la crucifixión que he visto en el Arte. Aquí la perspectiva es genial y muy original. Desde un ángulo extremo muy cerrado, en la parte ahora derecha del lienzo, observamos así la peculiar escena escatológica y sagrada. Cristo no es ya aquí el centro de la tríada de cruces, está ahora su figura casi a la misma altura y posición dentro de la línea de perspectiva de las otras dos figuras crucificadas, algo que exige así la perspectiva de la imagen tan forzada. Es Jesús uno más de los crucificados ahora. La madre de Cristo y sus allegados descansan al pie de la cruz porque, a diferencia de las otras dos obras, aquí Jesús ha fallecido ya. Completa la genial composición la dialéctica estética con la línea diagonal inclinada de los dos sayones que, subidos en la escalera, se intercambian ahora la cartela con la leyenda latina y sus caracteres para situarla arriba de la cruz. En las tres obras del pintor español presentiremos así aquellas contradicciones del sentido del Arte que los pensadores alemanes idearon ya con la sutil oposición entre lo determinado (aquí lo visible de los efectos pictóricos, físicos, naturales, geométricos, de una composición artística barroca) y lo indeterminado (aquí la invisible connotación sagrada, divina, trascendente, oculta, inexistente para la vida natural), algo que el filósofo alemán Schelling entendió como la extraordinaria intuición sublime de lo que en el mundo conocido existiría para poder alcanzar a comprender la vida, el cosmos o aquella fuerza desconocida que llevaría a los seres humanos a tratar de vislumbrar el sentido de todo (lo absoluto), hilvanado ahora en la representación artística estética como algo inevitable, necesario, vivificador y sublime.
(Óleo La Crucifixión, 1630, del pintor barroco español Pedro de Orrente, Museo Metropolitan de Arte de Nueva York; Cuadro Crucifixión, 1640 (?), Pedro de Orrente, Museo de la Ciudad de Antequera (Málaga); Óleo La Crucifixión, 1635 (?), del pintor Pedro de Orrente, Museo de Arte de Atlanta, el High, EEUU.)
17 de abril de 2025
Las diferencias compositivas del Arte, o de la vida, se vislumbrarán, ajenas, desde la atalaya más invisible de lo subjetivo.
En estos dos paisajes pictóricos del genial Pieter Bruegel (1526-1569), que componía además en sus obras como un elemento plástico fundamental, podremos comparar el sentido iconográfico de un escenario pictórico (el paisaje) dentro de la temática y del influjo estético propio de la obra de Arte. De este modo el Manierismo, que fluiría desbordado por la artística época fructífera de la vida de Bruegel, realizaría también los primeros mejores detalles paisajísticos del Arte luego del incipiente Renacimiento y antes del desbordante Barroco. Pero en Bruegel el paisaje es un elemento más, no el único ni el exclusivo, es un elemento iconográfico más que se entrelazará con los seres humanos, los verdaderos protagonistas además de ese paisaje robusto. Aquí contrasto ahora dos obras maestras del pintor flamenco, Camino del Calvario y El triunfo de la Muerte. El contraste es fundamental para poder ver, aprehender y comprender. En el Arte es básico, pero no solo en el Arte. Aunque, también es un método tendencioso, lo reconozco, arbitrario, como cualquier interpretación de la realidad, por otra parte. El triunfo de la Muerte es una obra temática clara, su título preciso no deja lugar a dudas: la muerte alcanza su objetivo final ineludible e inalienable, no hay distinción, no hay tregua, no hay compasión alguna. Otro pintor flamenco anterior a Bruegel, muerto diez años antes de nacer éste, El Bosco, fascinaría al mundo europeo con sus diabólicos, fantásticos y ensoñadores seres renacentistas. Pero, a diferencia de El Bosco, Bruegel en su obra mortífera, apocalípticamente semejante al Jardín de las Delicias, no pinta sino dos únicas clases de seres: los esqueletos malvados y los humanos indefensos. Para Bruegel, menos teológico que El Bosco, el mundo es amargo solo por el sentido terrenal del mismo. Los seres maléficos en Bruegel no son sobrenaturales; el mal solo es incidental, inevitable, cumplidor de un sentido final insoslayable. Finalmente, en Bruegel el mal, la muerte, es representado por el símbolo humano de su defenestración biológica, el esqueleto, no por elementos extraños a lo humano. Dos años después el pintor holandés compone su extraordinaria obra de Arte Camino del Calvario. También es un paisaje y cientos de seres además. Teniendo en cuenta a los esqueletos como seres, no sé cuántos más seres hay en una y otra obra. En Camino del Calvario se dice que, aproximadamente, unos quinientos seres pululan en la obra. Una composición con semejante cantidad de seres es muy compleja. Al pronto, hay una característica plástica que distingue una obra de otra: el color pardo. Esta tonalidad abunda en El triunfo de la Muerte. También está en la otra obra, pero menos. Desde luego en la que no aparece tanto, ni tan poco, es en la obra de El Bosco, El Jardín de las Delicias. En el Renacimiento no abundará el color pardo, casi no existe. El Manierismo, con Bruegel en este caso, comienza a exaltarlo, para terminar por triunfar después en el apasionado Barroco. ¿Por qué? Está ese color pardo imbricado al parecer en el sentido de la vida, este más terrenal, más cercano al devenir propio del ser humano ante un mundo propio desolado o despiadado. Donde el pasado y el futuro marcarán el horizonte existencial como eje de un mundo en el que el ser humano buscará forzar así, cambiarlo, el destino angelical o penitenciario del único mensaje reverente. Pieter Bruegel era más agnóstico que El Bosco. Para Bruegel la vida es una oportunidad para contemplar la belleza antes de que el final implacable acabe dominando la vida... o el cuadro. Por esto, a diferencia de la otra obra, Camino del Calvario, a pesar de su evidente mensaje evangélico de ejecución injusta y trágica, dispone de un escenario lleno de insinuado fervor esperanzado de belleza. Para verlo mejor esto hay que compararlo con el oscuro y lastimoso paisaje de su otra obra. En las dos hay muerte, en una flagrante, inapelable, total; en la otra aún no la hay... ni del todo.
En las dos obras de Bruegel hay elementos iconográficos parecidos. Por ejemplo, las horizontales ruedas de tortura elevadas por un madero vertical y poderoso, un sistema donde se exponían los cuerpos de los condenados para ser devorados o aniquilados lentamente. En El triunfo de la Muerte se ven aún restos o partes de cadáveres en las ruedas mortales; en la otra obra, tan solo a los cuervos negros. Hay poder representado en ambos casos pictóricos, es decir, elementos poderosos que condicionan la vida de los otros. En El triunfo está claramente visible por la violencia desatada de los esqueletos malignos; en Camino del Calvario está solo simbolizada por los soldados rojos que ordenan, dirigen o controlan el mundo. No hay en Camino del Calvario muerte aún. Ni siquiera violencia. La habrá, pero aún no la hay. Y la habrá solo de tres seres, Jesús y los dos ladrones (estos últimos transportados en el carro central). El resto de la iconografía describe tanto un mundo cercano como ajeno a ese desenlace. Hay seres que van a ir a ver ejecutar la sentencia en el Calvario. Pero otros están en sus cosas, sin relación alguna con el hecho principal descrito en la obra. Todos van a vivir aún, no mueren aún, como en el terrible lienzo del triunfo. Hasta tal punto la obra Camino del Calvario es incidental, que Jesús y su cruz, aunque central en el obra, no es más que un elemento empequeñecido, entre otros que abundarán en el lienzo. Un lienzo poderoso iconográficamente por su belleza aparente. Hacia la izquierda, a lo lejos, una inocente ciudad se vislumbra bajo un horizonte luminoso. El cielo, muy poderoso, aunque más oscurecido hacia el lado derecho (cercano aquí al lugar donde dos cruces se elevan ya en el Gólgota pero que también apenas se vislumbran), es un remanso de paz azulado, un inmenso tapiz de belleza pictográfica lleno de nubes amables y de tonalidades esperanzadoras. Luego está el molino, que se eleva imposible en un risco tan vertical como los aislados maderos de las ruedas torturadoras. Pero que aquí, de tan desolado, con su molinero además que observa todo desde lejos, se convierte en un referente de vida, no de muerte, en un proverbial elemento necesario para transformar una tragedia en una explicación tan convincente como el coloreado cielo poderoso. Es como si nada tuviera sentido, a diferencia de El triunfo de la Muerte, que sí lo tiene todo. En Camino del Calvario no tiene sentido, por ejemplo, que Jesús vaya a morir en breve; que su madre, María, esté ahí tan triste y dolorosa en ese mundo tan poco contemporizador con ella. La gente va a lo suyo, sin comprender nada, o sin ver otra cosa más que su propia vida necesaria. Esta manifestación de dolor es el único dolor que hay ahí. En la representación que hace del mundo Bruegel en esta obra hay cabida para todo, lo bueno, lo maravilloso, lo malo, el dolor, la muerte... Y aunque la obra represente el camino de Jesús hacia el Calvario, no es más que una muestra de la vida de los seres humanos; seres que se afanan, o se maravillan, o se sorprenden con un mundo cotidiano que coincide, en este caso, con el extraordinario acontecimiento evangélico. Y todo eso lo verá, desde su atalaya, el molinero solitario que no participará más que de su propia visión tan alejada de las cosas. Como nosotros.
En la otra obra, El triunfo de la Muerte, no hay incidencia banal, hay destino flagrante, terminante y absoluto. Pero en el Camino del Calvario no, no es eso lo que hay, es justo lo contrario. Y es por esto que un pintor supuestamente agnóstico realizaría una obra sobre la crucifixión de Jesús, en este caso el camino hacia el Gólgota, con lo que esa iconografía supone de tragedia o aflicción, con un cariz lleno aquí, a cambio, de vida, de belleza y de esperanza. A pesar del dolor, a pesar de la condena, a pesar de la cruz, a pesar del sentido... Las sombras apenas existen en esta obra manierista. Algo que en la otra obra, el triunfo, abundarán a cambio. La luz está difuminada en el Camino del Calvario gracias a unas nubes poderosas, que no ocultan además, sin embargo, el azul del cielo o, incluso, el resplandor blanco-amarillento del horizonte de la izquierda, donde ahora el sol comenzará, pero aún no, a ocultarse ya sobre la tierra. Es por ello que el pintor menos teológico compone aquí una verdadera iconografía más certera en su mensaje evangélico salvífico. No hay muerte, hay vida, y ésta solo se verá desde lejos, como el molinero situado bajo las aspas del molino, en forma ahora de cruz, mucho más visible, sin embargo, que la que se apoyará, difícilmente, sobre los hombros cansados o impotentes del caído Cristo. La vida, a pesar de todo, triunfará. El sol, que se ocultará pronto, volverá a salir de nuevo mañana. Y el paisaje seguirá siendo tan maravilloso para el molinero como lo es hoy, a pesar de la trágica experiencia de un suplicio llevado a cabo en el injustificado mundo cruel en el que, a veces, el magnífico mundo resultará ser padecido. Pero que el molinero no lo sabrá. Ni siquiera distinguirá muy bien lo que sucede, lo que acontece en el mundo que él, desde lo alto, tan solo vislumbrará (como nosotros observando una obra compleja), ajeno a su miseria o su realidad, tan cargada ya de oposiciones, de enfrentamientos, de opuestos elementos contrarios que hacen, en la vida como en el Arte, poder o no desentrañar la verdad oculta tras las apariencias de las cosas, de sus tonalidades, de sus composiciones o de sus sutiles sentimientos.
18 de enero de 2025
El Romanticismo justificó, sin querer, una transformación interesada del Arte, una visión ya ideada de antes y utilizada después.
Pero, Hebbel llevaría a cabo antes otra cosa diferente. Transformaría primeramente el relato bíblico cristiano del libro de Judith; lo cambiaría de una leyenda utilitaria sagrada a una sagrada literatura romántica genial. Para ello, descubriría su intuición inspirada que Judith no fue solo a la tienda del general asirio Holofernes, enemigo de su pueblo judío asediado, para realizar una venganza patriótica, sino que lo haría realmente por amor... Un amor inconfesable, trastornador, encubierto, desconocido. El libro bíblico de Judith no retrataba a una mujer sino a una diosa heroica... Ni siquiera los judíos tuvieron a Judith en cuenta para nada en sus relatos sagrados. Sólo la biblia cristiana utilizaría a Judith para hacer de la heroína judía una fuerza religiosa poderosa ante el paganismo, ante la maldad, ante la ofensa sagrada. Compone entonces un personaje virtuoso, una joven viuda que decide enfrentarse al mal muy decidida, salvar así a su pueblo creyente, a su religión, y que, para ello, se acercará al fin al hombre tan infame para, sin perder su honra (no se entregaría nunca a él) emborrachando antes al general asirio, degollarlo luego decidida. Sin embargo, el poeta Hebbel, un creador romántico genuino, crearía una mujer enamorada... sin ella saberlo del todo. Puro romanticismo. Ya no es ella una viuda solamente, es ahora una viuda virgen, una mujer que no llegaría a amar ni a ser amada nunca antes. El que fue su marido en su noche de bodas no pudo o no supo amarla. Ella entonces recorrerá una vida de fantasma, como ese arquetipo utilizado por el Romanticismo puro de una mujer que camina sin ser vista, sin ser amada, sin amor alguno que poder satisfacer... Luego surgirá Holofernes, el hombre apasionado, el enemigo incidental, el poderoso que la ve y se prenda de una belleza perdida. Ella entonces, aprovechando ese deseo que imagina, justificará su decisión íntima e inconfesable con el recurso virtuoso de erigirse ahora en salvadora de su patria. Irá a la tienda de Holofernes y este la amará completamente ya, a diferencia del relato bíblico. Luego, al dormirse él, ella tendrá, necesariamente, que acabar con su vida para, así, ocultar la afrenta desconocida de su vil deseo tanto como para justificar su decisión patriótica o sagrada.
Y esa sensación, perturbadoramente enamorada, está en el cuadro romántico de Vernet. Lo está ahora bajo la sentida expresión confusa de una Judith que mira, sensible y agradecida, la figura tendida y confiada de su amante sobrevenido que, pronto, morirá. En el relato trágico del drama teatral de Hebbel, Judith es ahora una mujer atormentada que sufrirá ocultamente su deseo, uno de los recursos que el Romanticismo utilizará para hacer vencer al amor frente a cualquier otra cosa perturbadora. Heine, a cambio, y tal vez sin querer, no sólo terminaría con la grandiosa lírica alemana tradicional sino también con el sentido romántico por excelencia, un sentido que naufragaría, con los años, en la interesada visión de un mundo, de un microcosmos, muy diferente. De la Judith romántica de Hebbel como de la de Vernet deduciremos ahora además, providencialmente, tanto una cosmovisión anterior como una posterior, y que llevarían por entonces, en cada caso histórico, la sensación más auténtica de un sentimiento íntimo tan humano a su desatino social más utilitario. En la anterior con la sagrada visión eclesiástica de la Judith bíblica, en la posterior con la sesgada y cáustica panacea del enfrentamiento entre los sexos propiciado por una maliciosa malformación o por una sesgada malinterpretación de la propia sociedad. Entre ambos casos quedaría el drama de Hebbel y la pintura de Vernet, dos creadores románticos que, como Spengler propiciaría luego, no dedicarían su Arte a lo sistemático, a lo calculador, a lo matemático del gesto humano más profundo, sino a lo devenir del rostro más íntimo, del más desgarrador y del más humano por auténtico, por genuino, por su falta de cálculo y medida, por su única y merecedora forma, tan romántica, de vivir una pasión como de contenerla.
(Óleo Judith y Holofernes, 1832, del pintor romántico Horace Vernet, Museo de Bellas Artes de Houston, EE.UU.)
1 de enero de 2025
El Arte eterno, grandioso en su intemporalidad, fabuloso en su simpleza y genialidad, en su sabiduría, ternura, plasticidad y belleza.
Veinte años fueron una inmensidad temporal y artística para los resultados de dos obras inmortales, ateridas de un brillo inmensurable y, a la vez, distinto, paradójico, extraordinario. Aquí podemos observar la peculiaridad fascinante del mejor pintor del mundo, no sólo del más genial, que también los otros fueron, sino del único, del eterno, del inmortal, del sevillano Velázquez. Fue Rubens, el gran pintor flamenco, veintidós años mayor que Velázquez, quien le aconsejara a éste que pintara mitología... Porque Rubens es el excelso pintor de los mitos grecolatinos adornados de fuerza, dinamismo, voluptuosidad, violencia y belleza. En el año 1638, con sesenta y un años de edad, terminaría Rubens su obra Mercurio y Argos. El mito grecolatino contaba la ocasión en que el dios Mercurio, enviado de Júpiter, liberaba a la ninfa Ío de las garras transformadoras de su metamorfosis vacuna, guardada celosamente por el gigante Argos. Rubens cuenta la leyenda con la narración fascinante de su drama violento. Pero, para conseguirlo Mercurio no bastaría su fuerza, debería adormecer antes al gigante. Lo consigue con el sueño, con la no visión, lo único que podría evitar la retención de la amante de Júpiter. Finalmente, Mercurio acabaría además con la vida de Argos. Si vemos la obra de Rubens lo comprendemos todo, el mito, el genio narrativo de su pintor, el Barroco, el pulso definitivo de una época y de un estilo. Sin embargo, solo veinte años después, en pleno momento barroco, el pintor Diego Velázquez, con sesenta años, crearía la suya de un modo absolutamente distinto. ¿Qué habría sucedido para que un mismo tema fuese compuesto diferente diametralmente? No fue el tiempo, no fue que hubiese cambiado la tendencia artística; fue que el pintor español, el mayor genio surgido del Arte, entendiera la pintura sin deuda ni obligación ni diligencia alguna. Las circunstancias determinan algo, no todo, solo algo a veces las cosas. En un gran salón del antiguo Alcázar Real de Madrid se decidió colgar cuadros adquiridos y propios. Velázquez, como encargado de eso, completó con cuatro obras (tres de ellas perecieron en el incendio terrible del Alcázar durante el año 1734) en cuatro partes que obligaban a un tamaño concreto, ya que debían ser obras apaisadas, más largas que altas. Una particularidad física ésta que le obligó a establecer un tipo de composición determinada. Una condición que el pintor utilizó, como hacen los genios, aprovechando un azar para obtener una consecuencia excelsa con ello. Ya no podría estar Mercurio de pie, hierático, poderoso, aguerrido ejerciendo su fuerza. Porque Argos siempre está sentado, anulado en su posición entregada al sueño moribundo.
Velázquez consiguió mucho más que decorar con el obligado recodo de su parte, mucho más que crear una fábula iconográfica (solo además en este caso con una única escena y no dos, pues las obras barrocas y velazqueñas reflejaban casi siempre una escena principal y otra secundaria, una vulgar y la otra divina), mucho más que experimentar con una mitología para componer una sutil belleza sencilla. Consiguió Velázquez en esta obra, no muy publicitada ni conocida ni famosa suya, la mejor obra de Arte de la historia universal de la Pintura. Y con muy pocas cosas; con tan pocas que, de no tener añadidos a su sombrero el personaje de Mercurio unas alas, nunca hubiésemos sabido (sin un título) el sentido de la obra y el motivo de la misma. Quitémoselas mentalmente, ¿qué nos queda entonces? Quitemos también a la obra el año de la confección artística, ¿de qué época artística es la obra ahora? He ahí gran parte de su grandeza. Y sólo habían pasado veinte años desde que Rubens hiciera la suya. Es inmortal no solo por su belleza sino por su creación tan eterna. Fijémonos en la vaca, la ninfa Ío transformada. Es una silueta esbozada con el Arte imperecedero e intemporal de un Goya, de un Delacroix o de un Picasso. El paisaje es tan romántico que hasta un Turner o un Constable podrían haberlo pintado dos siglos más tarde. Pero, es que también nos podemos ir hacia atrás, al clasicismo del Helenismo más grandioso de Grecia, cuando la escultura del Galo moribundo representara toda la magnificencia de un hombre entregado a su cruel fortuna. Pero, hay más en la obra incluso, hay esperanza, como la que los antiguos griegos y romanos elogiaran de una obra y su incierto gesto final de belleza. Con Rubens Mercurio es decidido, mortal, definitivo. En Velázquez no podemos reconocer a Mercurio, y no solo por que esté sin atributos sino porque ahora, justo en el momento de componerlo un Arte grandioso, el dios cumplidor de sus órdenes está casi abatido, aturdido en su decisión, pensativo, casi admirador de la nobleza fiel de un gigante extraordinario, tan ingenuo como engañado, a pesar de blandir Mercurio una afilada daga asesina.
No, no es sólo Barroco, es Romanticismo, es Clasicismo, es Impresionismo, es Modernismo, es eterno. Las sensaciones del gesto adormilado del rostro de Argos fueron una conquista doscientos años antes de que los impresionistas trataran de conseguir algo parecido. Pero también la de Mercurio. No veremos sus ojos, de ninguno de ellos, ni de Ío transformada en vaca, y, sin embargo, tan solo Argos está dormido. Velázquez no crea solo una obra de Arte, crea una bendición iconográfica para hacer algo elogioso humanamente: la maldad puede esperar un momento el momento insigne de la sublime creación artística. Como en la vida, como los griegos ya decidieron hacer en sus obras antiguas: esperar el momento final antes de que éste fuese definitivamente cruento o decidido incluso. La esperanza envuelta en milagro iconográfico por el genio extraordinario de un inmortal creador artístico. No vemos más que dos hombres esperando un final inmerecido... Uno dormido ya, el otro dudando. No hay violencia, hay calma, incluso sosiego, filosofía también, humanismo. Velázquez es un poeta de la imagen desenvuelta en otra fragancia distinta a la aterida del frío destino moribundo. También de la maldad encubierta, de la maldad que acontece al hombre honesto durante el sueño, de la malicia traicionera ahora de los otros. Pero, como los antiguos griegos, Velázquez deja sin terminar la escena objetiva de la traición sanguinaria para que el observador sea quién decida la suya. La esperanza, para los que conocen la leyenda de Argos, es inútil, imposible, ingenua. Para los otros, para los que se acercan a las obras con la mirada infantil de los perfectos, verán una escena primorosa, extraordinariamente pintada, maravillosamente compuesta, con esos colores tan ocres y oscuros como suaves, claros y abiertos, esas curvas tan perfectas, esos gestos tan auténticos, esa atmósfera volátil y misteriosa que la profunda grandeza de la obra consigue obtener con la incertidumbre, tan fantástica, de su leyenda. Una obra maestra del Arte universal, una joya artística única. La grandeza de Velázquez está, tal vez, más en esta obra, tan sencilla, que en otras. Porque no dejará de sorprendernos el hecho de que un personaje tan adormilado esté ahora tan vivo, tan noble, tan inocente y tan perfecto.
(Óleo Mercurio y Argos, 1659, del pintor Diego Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Óleo Mercurio y Argos, 1638, Taller de Rubens, Museo del Prado, Madrid.)
1 de diciembre de 2024
El mundo como dos visiones de la realidad: la subjetiva y la objetiva, o el paisaje como argumento inequívoco de la verdad.

Cuando el pintor italiano Pinturicchio se decide a pintar en 1494 la Virgen con el Niño en su mitológica huida a Egipto, compone realmente una obra titulada La Virgen enseña a leer al Niño Jesús. Pero una obra iconográfica tan íntima, tan de interior (enseñar a leer, una actividad propia de interior), tan intelectual, nos la expresa aquí el pintor ante un paisaje natural esplendoroso. De hecho, hay elementos, cosas, apropiadas para un interior: el taburete donde Jesús se alza o el asiento de la Virgen. Sin embargo, el mundo representado se expone al fondo de la obra renacentista con una extraordinaria feracidad. El Renacimiento fue humanista antes que teológico. Ambas cosas eran tan compatibles como la visión de la aureola de la Virgen y las cordilleras elevadas sobre los valles de bosques enverdecidos. Aquí la realidad se escindía en dos conceptos equidistantes y complementarios. Y eso fueron el humanismo iniciado en el siglo XV y la hierofanía del Renacimiento o del Barroco posterior. Y el paisaje era fundamental para expresar esa simbiosis, o esa escisión ontológica y estética de la realidad. Pinturicchio fue además un pintor poco agraciado físicamente, desafortunado por esa misma naturaleza que pintaría en casi todas sus composiciones pictóricas. Quizás fue por eso por lo que diseñaría así sus creaciones, completándolas bellamente con la divergencia de una realidad ambivalente muy poderosa estéticamente. La vida, lo debió comprender el pintor de Perugia, siempre tiene dos caras, dos asas, dos formas siempre de ser mirada sin complejos... En su obra terminada sobre 1497 el paisaje aún no se adelanta estéticamente a la figura sagrada del todo. Solo dos tercios configuran el espacio pictórico del cuadro donde la naturaleza se ofrece expresada sin ambages, ni monotonías, ni simplezas. Del mismo modo, las figuras sagradas, la hierofanía, en un primer plano, se dimensionan aquí en la totalidad de la estética del cuadro clásico.
Pero, apenas veinte años después de la obra de Pinturicchio, el pintor flamenco Patinir transformará por completo toda esa sinfonía iconográfica de la síntesis de una realidad escindida, donde ahora la escisión del mundo alcanzará su menos proporcionada expresión. En su obra Paisaje con San Jerónimo el creador Patinir desarrolla una narración sagrada donde la verdad es absorbida absolutamente por la multiplicidad de elementos que un universo pueda acontecer para albergar una realidad subjetiva tan precisa. Aquí la realidad escindida conllevará una sutilidad plástica muy especial: para compensar la grandeza espiritual, tan intangible e individual, de un alma poderosa, deberá combinarse ahora con la magnificencia, tan tangible, pero escasa, de la universalidad física y global del mundo. La belleza se confunde aquí, despiadada, entre la inmaterialidad recogida del santo y la voracidad excelente de una iconografía natural también muy poderosa. La verdad escindida advierte una razón única, sin embargo: la visión y la representación esencial en el Arte clásico, pero también en el mundo, son dos cosas distintas: cuando una se engrandece no hace sino ocultar, sutilmente, a la otra. Pero ambas, sin embargo, conviven para completar una verdad desolada, ausente, excelsa sin manifestación rotunda, pero muy decidida, en la representación estética y ética, siempre inducida, de aquella esencia filosófica kantiana de la cosa en sí. La visión en el Arte en esta poderosa obra renacentista de Patinir coronará una realidad que conduce a comprender el mundo sin el mundo, o a pesar del mundo, mejor dicho. Esa dicotomía natural que existió en el mundo desde el origen de los tiempos llevaría la posmodernidad de finales del siglo XX a destruirla sin paliativos. Fue un error. Porque entonces la realidad pasaría a tender obligatoriamente a ser una sola. Por eso lo sagrado, o lo mítico, que es lo mismo, fue aniquilado frente a la materialidad ideológica del mundo. Por eso la mitología fue postergada inapelablemente frente a la narración científica del mundo. El Arte nos ayudará siempre a orientarnos en el desolado desierto de la posmodernidad de la posmodernidad. A orientarnos, no a darnos la solución. Mirar no conlleva ver, como escuchar no supone siempre aprender todo.
Velázquez no se prodigó en obras religiosas, es curioso que un nativo del país más sagrado de Europa en el siglo XVII no expresara en sus obras tanto el misticismo que sus coetáneos pintores españoles sí expresarían manifiestamente. Esta, entre otras cosas, hacen a Velázquez un creador extraordinario y demuestran, además, la mentalidad tan abierta, para entonces, de una corona mecenas tan decidida. Pero en el año 1634 se decide Velázquez y pinta una hierofanía santoral. Pero aquí, a diferencia, más de un siglo antes, de Patinir, el lienzo de Velázquez diseñará ahora un equilibrio estético en esa escisión de la realidad manifiesta. El equilibrio en Velázquez es proverbial, no puede el gran pintor desarrollar una idea sin contrarrestarla equilibradamente con otra. Esto lo hace genial siempre. Porque la escisión para ser eficaz debe ser equilibrada. De lo contrario hay confusión, hay pérdida de valor tanto en un sentido como en el opuesto. Junto a su habitual desarrollo narrativo en dos planos distintos de la misma iconografía, en esta obra barroca Velázquez además completa el universo pictórico con un ave que transporta el alimento a los santos. Un detalle que revela el motivo espiritual en una escenografía donde ambos personajes representados buscan salvación. La suya y la del mundo. Lo mismo que Velázquez, que buscaría en su obra la salvación de su pintura, de su iconografía, con la belleza de un paisaje (poco compuesto en sus obras) y la belleza de una sutilidad sagrada decorada además con los trazos de un celaje que, sin solución de continuidad, fluirá luego por las faldas azules de una cordillera que rodea un río, de la misma tonalidad, para desaparecer luego entre las rocas iluminadas y oscuras de una tierra entristecida. Ahora aquí no hay feracidad natural, solo rocas y un árbol solitario para albergar la vida y la metáfora de lo no visual, de lo no visible. Sutilidad estética improvisada además con la fuerza equilibrada de una escisión fundamental.
Por último (la primera imagen seleccionada) una obra de los comienzos del Barroco italiano de un pintor desconocido, Giovanni Lanfranco. Aquí lo que vemos es otra escisión estética, ahora claramente expresada además en la propia escisión que el Arte desarrolló a finales del siglo XVI y comienzos del XVII. En Italia sobre todo. La belleza para los pintores del clasicismo romano-boloñés fue la más sagrada manifestación iconográfica del mundo. No podía concebirse otra realidad estética para la belleza que esa forma que aquellos pintores del Renacimiento inicial habían consagrado ya en el Arte. Pero la historia debía continuar, y los alardes pictóricos y artísticos llevarían en los inicios del siglo XVII a resolver un enigma estético y ético en el mundo: todo llevará a su consolidación con la evolución precisa de un desatino... Fue una fuerza de creatividad y visión que chocaron en uno de los momentos históricos más relevantes del mundo conocido. Pero algunos pintores se resistieron más que otros. Uno de ellos lo fue Lanfranco, que pintaría en el año 1616, en pleno choque cultural por otra parte, su obra La Asunción de la Magdalena. En esta visión absolutamente espiritual, del todo claramente clásica aún, vemos la figura emblemática de una mujer desnuda subiendo a los cielos ayudada aquí por tres ángeles pequeños. No hay más iconografía sagrada que la ascensión propiamente, ni aureola, ni vejez o sabiduría, ni ocultación estética... Belleza renacentista o clásica que sus maestros le habrían prodigado al avezado pintor. Pero ahora, aquí, en esta desnuda de motivos sagrados hierofanía, la imagen representada de esa manifestación hierática está objetivada por el grandioso paisaje natural y terrenal más extraordinario de todos. Cielos, tierras, aguas; trazos azules, verdes, verdes oscuros, marrones, amarillos... Horizontes diversos, naturaleza profunda e infinita, universo dividido ahora entre cielo y tierra, tan equilibrado aquí como años después conseguirá hacerlo Velázquez. Todo belleza, natural y espiritual, elaborada con la elegancia exquisita de aquella escuela boloñesa tan clásica, tan bella, tan efímera, tan pasajera. Como el paisaje, esporádico, versátil, esquivo, misterioso. Sólo naturaleza, solo universo manifiesto desde los presupuestos de un mundo elemental lleno de cosas aleatorias, faltas de vida inteligente... No, no es eso todo lo que el pintor parmesano consiguió expresar en su lienzo nostálgico. Hay algo más, algo que su nuevo siglo y su nueva tendencia barroca imprimiría especialmente en el mundo: los seres humanos, los más simples, los no sagrados, a los que el Arte y aquella realidad escindida se dirigen siempre. El pintor, en la parte inferior derecha del lienzo, pintaría a dos seres humanos, dos simples seres humanos, no santos, dirigiendo ahora su visión hacia aquel sutil milagro evanescente. Como en la visión de la realidad, la verdad no siempre se manifiesta en lo sagrado, sino también al mundo, a esa parte del mundo que mira ahora, asombrada, esa oculta y misteriosa dualidad...
(Óleo La Asunción de la Magdalena, 1616, del pintor italiano Giovanni Lanfranco, Museo e Real Bosco di Capodimonte, Nápoles; Óleo y oro sobre tabla La Virgen enseña a leer al Niño Jesús, 1494-1497, del pintor Pinturicchio, Museo de Arte de Filadelfia; Óleo Paisaje con San Jerónimo, 1517, del pintor flamenco Joaquim Patinir, Museo del Prado, Madrid; Óleo barroco San Antonio Abad y San Pablo, primer ermitaño, 1634, Velázquez, Museo del Prado, Madrid.)
27 de octubre de 2024
El Arte es como la Alquimia: sorprendente, bello, desenvuelto, equilibrado, preciso y feliz.


28 de septiembre de 2024
La orfandad interconectada de un mundo desvalido tuvo ya su némesis cien años antes.
Las generaciones humanas sufren su momento, es decir, disponen de las sensaciones que el amor, el dolor, la satisfacción o la pesadumbre del tiempo en que deslumbran instilarán en su alma peregrina. Hay una generación que sufrió especialmente el desvalimiento impreciso del sentido misterioso de una búsqueda inútil. Un poeta perdido entre los siglos, de esa misma generación atribulada, describiría lúcidamente esa sensación ambivalente tan dispersa, tan íntima, tan desconocida, pero histórica e incubadora, que algunos espíritus desenvueltos a veces logran percibir, ávidos, cuando los demás apenas solo verán caer, si acaso, unas hojas marchitas en un suelo resbaladizo por su causa... Fernando Pessoa escribió en su Libro del desasosiego estas expresivas palabras tan universales: He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué.... Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales (totémicos), me he quedado, como otros de la orilla de las gentes, en esa distancia de todo a que comúnmente se llama la Decadencia. A quien como yo, así, viviendo no sabe tener vida, ¿qué le queda sino, como a mis pocos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo lo que es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Pertenezco a una generación que ha heredado la incredulidad en la fe cristiana y que ha creado en sí una incredulidad de todas las demás fes. Nuestros padres tenían todavía el impulso creyente, que transferían del cristianismo a otras formas de ilusión. Unos eran entusiastas de la igualdad social, otros eran enamorados sólo de la belleza, otros depositaban fe en la ciencia y en sus provechos, y había otros que, más cristianos todavía, iban a buscar a Oriente y a Occidente otras formas religiosas con que entretener la conciencia, sin ella hueca, de meramente vivir. Todo esto lo perdimos nosotros, de todas estas consolaciones nacimos huérfanos. Cada civilización sigue la línea íntima de una religión que la representa: pasar a otras religiones es perder ésta y, por fin, perderlas todas. Nosotros perdimos ésta, y también las otras. Nos quedamos, pues, cada uno entregado a sí mismo, en la desolación de sentirse vivir. Un barco parece ser un objeto cuyo fin es navegar; pero su fin no es navegar, sino llegar a un puerto. Nosotros nos encontramos navegando, sin la idea del puerto a que deberíamos acogernos. Reproducimos así, en la especie dolorosa, la fórmula dolorosa de los argonautas: navegar es preciso, vivir no lo es.
Pessoa (1888-1935) nació en esa década imposible de la generación maldita que, desorientada por la bruma inconsiderada de la ofuscación inconsistente de sus ancestros, desarrolló las bases de un nuevo siglo igual de maldito e inconsistente. Como él, otros poetas y artistas también lo hicieron. En este caso, justo en el lugar geográfico europeo opuesto a Pessoa, en Rusia. En 1885 nació el poeta malogrado Viktor Jlébnikov; y en 1881 nacía en Moldavia el pintor Mijail Lariónov. Los poetas son, a diferencia de los pintores, quienes más desangran la verdad de lo que viven, porque la tienen que describir más con tiempo que con espacio, y es el tiempo, justamente, lo que significará más en una generación la forma nítida del desamparo. El poeta ruso Jlébnikov se iniciaría en el Simbolismo, pero pronto conocería a los poetas futuristas y en 1908 publicaría un rupturista texto en prosa. Se uniría así a un grupo de artistas modernistas que, con motivo de una exposición en el año 1910, publicarían un folleto ilustrativo claramente hostil al movimiento simbolista, y que anunciaba ya, de alguna forma, el nacimiento del efímero movimiento futurista ruso. Aficionado el poeta a las matemáticas, estaba convencido de que existían leyes matemáticas que determinaban la historia y el destino de los pueblos. Ofuscado por la derrota rusa ante los japoneses de 1905, necesitaba comprender las razones de ese humillante aplastamiento bélico. En 1912 participó con otros en un manifiesto, Bofetada al gusto del público, en donde incluye su poema El Saltamontes: Alado con letras doradas/ en las venas más finas,/ el saltamontes llenaba/ las costeras con muchas hierbas y fes en la parte posterior de su vientre./ "¡Ping, ping, ping!" - Zinziber se sacudió./ ¡Oh, cisne!/ Ay, enciende./ Composición que constituye un ejemplo modernista de la llamada poesía fonética y del lenguaje trasmental ruso záum. El manifiesto atacaba tanto a la literatura del pasado, invitando a arrojar por la borda del barco de la Modernidad a creadores clásicos rusos de la talla de Pushkin, Dostoyevski o Tolstoi, como del momento presente por entonces, especialmente los simbolistas. Tiempo después, durante la revolución rusa de 1917, el poeta interpretó la misma como un levantamiento del pueblo en venganza por la opresión, y lo consideró un paso en el camino hacia un gobierno mundial. Al año siguiente viajaría por Rusia en plena guerra civil, acabando su vida en 1922 herido de muerte por una gangrena insensible.
El pintor Lariónov (1881-1964) compuso una serie de lienzos inspirado por ese futurismo ruso, imbuido este movimiento artístico de una independencia irrenunciable hacia los valores plásticos en sí mismos. Reclutado en la Primera Guerra mundial, el cruel y desalmado enfrentamiento europeo truncaría su actividad y marcaría parte de su vida artística posterior. Pero en el año 1910, cuatro años antes incluso de esa terrible contienda mundial, pintaría su autorretrato futurista. En él podemos observar, sin analizar profundamente mucho, al pronto, los rasgos confusos, contrapuestos, oscuros, meditabundos, rebeldes, obtusos, dolidos, de una perdida generación... En el año 1689, cuando el mundo parecía que ya recuperaba la calma pacífica, luego de treinta años de una angustia bélica insufrible tiempo antes, esa misma calma que Europa necesitaba para volver a sentir, por ejemplo, que la luz fuera algo más que un mero mecanismo confuso para poder ver un mundo desmembrado y difuso, el pintor holandés Meindert Hobbema (1638-1709) compuso su obra La avenida de Middleharnis. ¿No parece una obra actual o contemporánea de otros momentos históricos más adelantados en el tiempo que aquel barroco tan desubicado entre dos siglos racionalistas? La obra de Hobbema es sorprendentemente exquisita. Qué intemporalidad, qué placidez, qué serenidad, qué sencillez, qué genialidad... Es un mundo que no concilia ni con lo que nos dice Pessoa, ni con lo que los futuristas idearon enfrentando una realidad con otra. Es el año 1689 el momento de esta composición barroca, pero también donde habitaron aquellos ancestros de los ancestros afortunados que Pessoa añoraba en su escrito. ¿Lo fueron? Porque ellos habían sufrido también enfrentamientos, guerras, enfermedades, desolación y muerte. Pero, sin embargo, habían resguardado una cosa: la esperanza. En esta obra de Hobbema se ve por todas partes: en la profundidad con sentido de un paisaje natural y civilizado, en su perspectiva definida y limitada por las trazas de un lienzo preciso, en las nubes no errabundas de un cielo infinito, pero acogedor, en los árboles aislados pero juntos de un sendero seguro, en el orden conjugado con la libertad natural de un lugar armonioso y tranquilo, en la impresión retenida y abierta de un sosiego sin misterios, o de un trascendentalismo tan asequible como el controlado vuelo de unos pájaros apenas aquí ahora visibles en la lejanía.
(Óleo Autorretrato, 1910, del pintor futurista ruso Mijaíl Lariónov, Colección Larionova-Tomilina, París; Óleo sobre lienzo La avenida de Middleharnis, 1689, del pintor barroco holandés Meindert Hobbema, National Gallery, Londres.)
25 de agosto de 2024
El amor, como el Arte, es una hipóstasis maravillosa, es la evidencia subjetiva y profunda de ver las cosas invisibles...
Decía el filósofo Kant, para referirse al término hipostasiar que éste indicaría aquellos casos en los que se confundiría el pensamiento (la memoria, la emoción, el sentimiento) sobre conceptos no existentes en la realidad (no tangibles o reales), con su (supuesto o abstracto) conocimiento o verosimilitud aparente. La definición de hipóstasis, por otra parte, y según la R.A.E., nos dice esto: Consideración de lo abstracto o irreal como algo real. De este modo, nos podremos acercar al concepto denominado Arte, el cual podremos definir como la representación o expresión de una visión sensible acerca del mundo, ya sea esta real o imaginaria. Mediante recursos plásticos (pero también lingüísticos o sonoros) el Arte permitirá expresar ideas, emociones, percepciones y/o sensaciones. Pero, ¿existe realmente el Arte? Lo que existe es la idea, la abstracción, de una visión, de una emoción o de un sentimiento. Podemos amar una maravillosa obra de Arte, como también podemos amar a una extraordinaria persona, pero ambos epítetos (maravillosa y extraordinaria) son subjetivos y designan una reacción en el ser actuante de esos dos conceptos de antes (el Arte y el amor) hacia un tercer objeto o sujeto, alguien de quien se arrogará, finalmente, esa idea plástica o esa emoción. Y para esas dos situaciones profundamente humanas, tanto el objeto al que se dirige el pensamiento artístico como a la emoción profunda íntima y personal, la realidad es transitoria o condicionada y, por lo tanto, su existencia no es tal, sino una forma de experiencia figurada, transfigurada o profundamente hipostasiada, casi espiritual... Hay una cita clarividente de un periodista y crítico actual norteamericano (Chuck Klosterman) que dice así: El Arte y el amor son lo mismo: es el proceso de verse en cosas que no son ustedes. Es decir, es un deseo, es un sentimiento, es un prodigio íntimo maravilloso por el hecho de trascender, sutilmente, una autoconciencia a algo exterior a ella misma. El origen de ese deseo o de ese sentimiento es un misterio, pero su resultado puede producir una transformación decisiva en el sujeto que lo experimenta, algo muy especial que le llevará a poder mantener esa visión (artística o emotiva) más allá de la existencia real o definitiva de esos dos conceptos maravillosos.
En el centro de Sevilla, intramuros de su antigua ciudad barroca, existían a principios del siglo XVII unas casas del marqués de Zúñiga en la collación de San Andrés que fueron compradas por la antigua orden de franciscanos menores del antiguo convento extramuros de San Diego. Pasados los años ese nuevo convento franciscano (inicialmente un hospital para sus hermanos monacales), llamado de San Pedro de Alcántara, acabaría teniendo una iglesia abierta al público en el año 1666. Al parecer, para entonces o pocos años después, los franciscanos encargaron al pintor Murillo una obra de San Antonio, una pintura que acabaría expoliada durante la guerra contra los invasores franceses de 1808. En octubre del año 1810 el barón Mathieu de Faviers fue comisionado por Napoleón como Intendente General del Ejército francés del Sur de España. En este puesto robaría del convento franciscano de San Pedro de Alcántara de Sevilla el cuadro San Antonio de Padua con el niño Jesús del pintor Murillo, probablemente compuesto hacia el año 1675. Después de la muerte del barón francés sus herederos vendieron el cuadro al rey de Prusia en el año 1835. El cuadro de Murillo pasaría entonces a los Museos Reales de Berlín (actual museo Bode). Durante la guerra europea de 1939 a 1945 las colecciones de Arte berlinesas se distribuyeron por lugares más seguros, diferentes espacios donde albergar y proteger a las obras de Arte de los bombardeos, entre ellos uno fue la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín. Este edificio era tan sólido y sus paredes tan fuertes que se consideró un espacio idóneo para resguardar las colecciones del museo berlinés. Sin embargo, en mayo de 1945, ya acabada casi la guerra, un gran incendio acabaría con las obras de Arte depositadas en esa torre. Se considera el mayor desastre artístico a causa de un incendio, detrás posiblemente del incendio del Alcázar de Madrid originado en el año 1734. Miles de obras maestras del Arte europeo fueron destruidas por el incendio de la torre de defensa berlinesa que duró varios días. Ahí acabaría destruida aquella obra barroca de Murillo San Antonio de Padua con el niño Jesús. Sin embargo, varias grabaciones litográficas de la misma se realizaron en los siglos XIX y XX, entre ellas esta que el museo berlinés publica en su página. El Arte, como experiencia humana real, puede desaparecer, es decir, puede dejar de ser un objeto concreto de experimentación sensible para convertirse, así, en un recuerdo emotivo apenas imaginado... En otros casos puede mantenerse en el tiempo, en la memoria; poderse experimentar, con sus obras tangibles o pseudotangibles (virtuales), una emoción especial a través de la representación real de las mismas, o de su visión reproducida, o también, como antes, de su recuerdo imaginado.
El Arte es una experiencia íntima extraordinaria, una tan especial como para tratar de comprender las emociones humanas tan sublimes y maravillosas que el corazón humano pueda llegar a albergar. El Barroco además, posiblemente, sea la tendencia artística más emotiva, más cercana y humana, que obra de Arte compuesta por el ser humano haya conseguido poder alcanzar mejor a expresar unos sentimientos humanos, a veces tan etéreos, trascendentes incluso, como lo es, también, el mismo amor humano, la nostalgia o la inspirada sensación de producir, en el recuerdo íntimo del hombre, la mayor vinculación afectiva que pueda llegar a prevalecer en su memoria sensible. El amor humano, por consiguiente, es una sensación que se asemejará en sus efectos, no en su naturaleza, lógicamente, al propio Arte. Cuando vemos por ejemplo estas dos obras de San Juan Bautista Niño, producidas ambas con unos cuarenta años de diferencia por el Barroco español, alcanzaremos a distinguir así, siendo la misma temática, la misma representación incluso, el mismo objeto representado aunque con diferentes efectos conseguidos, a llegar a comprender también así, la especial emotividad humana tan trascendente que un ser sea capaz de expresar o sentir con su visionado o experimentación personal. Pero ésta, decididamente, desde planteamientos muy subjetivos, inspirados de ese modo en efectos emotivos llevados a lo más interior de una experimentación afectiva íntima, a lo más afín o a lo más profundo y misterioso de cada uno de nosotros. La primera de esas obras de Arte de San Juan Bautista es de Murillo, producida en el año 1670, la segunda es de Antonio Palomino, creada aproximadamente en el año 1715. El amor como el Arte son, así mismos, conceptos humanos muy subjetivos. Podremos decir, por ejemplo, que la obra de Murillo alcanzaría la mayor genialidad creada por un pintor nunca, superior en efectos artísticos y emotivos a la obra de Palomino... Pero, sin embargo, la reseña del Museo del Prado elogia algo más la obra de Palomino que la de Murillo. Precisemos, elogia la de Palomino plásticamente: la dulzura infantil del personaje y la brillantez de la técnica y el color. A cambio, la obra de Murillo la elogia emotivamente, indica así: en la obra vemos una mezcla de contenido amable que explota la vena más sensible del observador; el peculiar clímax sentimental convirtió a este cuadro en una imagen devocional muy estimada, lograda a través no sólo de la técnica vaporosa sino también en la actitud tan enfática del niño. Como el amor...
(Óleo San Juan Bautista Niño, 1670, del pintor español barroco Murillo, Museo del Prado, Madrid; Óleo San Juan Bautista, Niño, c.a 1715, del pintor español Antonio Palomino, Museo del Prado; Fotografía de una sala del museo de Berlín, de la exposición Museo Perdido, 2015, donde se observan reproducciones o grabados de obras maestras destruidas por el incendio de la torre antiaérea de Friedrichshain en Berlín; Grabado de una obra destruida por el incendio de Berlín del año 1945: San Antonio de Padua con el niño Jesús, del pintor español Murillo, 1675.)